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Orígenes de la redacción científica

Orígenes de la redacción científica

Los seres humanos han sido capaces de comunicarse desde hace milenios. Sin embargo, la comunicación científica, tal como hoy la conocemos, es relativamente nueva. Las primeras revistas científicas se publicaron hace solo 300 años, y la organización del artículo científico llamada IMRYD (Introducción, Métodos, Resultados y Discusión) se ha creado en los últimos 100 años.

Los conocimientos, científicos o de otra clase, no pudieron transmitirse eficazmente hasta que se dispuso de mecanismos apropiados de comunicación. Los hombres prehistóricos, desde luego, podían comunicarse en forma oral; pero cada generación comenzaba esencialmente en el mismo punto de partida porque, sin documentos escritos a los que acudir, los conocimientos se perdían tan rápidamente como se adquirían.

Las pinturas rupestres y las inscripciones grabadas en las rocas figuran entre los primeros intentos humanos de dejar registros para generaciones posteriores. En cierto sentido, hoy tenemos la suerte de que nuestros primeros antepasados eligieran esos medios, porque algunos de esos “mensajes” primitivos han sobrevivido, mientras que los contenidos en materiales menos duraderos hubieran perecido. (Tal vez hayan perecido muchos.) Por otra parte, las comunicaciones por ese medio eran increíblemente difíciles. Hay que pensar, por ejemplo, en los problemas de reparto que hoy tendría el servicio postal de los Estados Unidos de América si la correspondencia fuera, por término medio, de rocas de 50 kilos. Ya tiene suficientes problemas con las cartas de 20 gramos.

El primer libro que conocemos es un relato caldeo del Diluvio. La historia estaba inscrita en una tablilla de arcilla de alrededor del año 4000 antes de J.C., anterior al Génesis en unos 2 000 años (Tuchman, 1980).

Hacía falta un medio de comunicación que pesara poco y fuera portátil. El primer medio que tuvo éxito fue el papiro (hojas hechas de la planta del papiro, encoladas, para formar un rollo de hasta 60 a 120 cm, sujeto a un cilindro de madera), que comenzó a utilizarse alrededor del 2000 antes de J.C. En el año 190 antes de J.C. se empezó a usar el pergamino (hecho de pieles de animales). Los griegos reunieron grandes bibliotecas en Efeso y Pérgamo (hoy Turquía) y también en Alejandría. Según Plutarco, la biblioteca de Pérgamo contenía 200 000 volúmenes en el 40 antes de J.C. (Tuchman, 1980).

En el año 105 de nuestra era, los chinos inventaron el papel, el medio moderno de comunicación. Sin embargo, como no había una forma eficaz de reproducir las comunicaciones, los conocimientos eruditos no podían difundirse ampliamente.

Tal vez el mayor invento de la historia intelectual de la humanidad ha sido la imprenta. Aunque los tipos movibles se inventaron en China alrededor del 1100 (Tuchman, 1980), el mundo occidental atribuye ese invento a Gutenberg, que en el año 1455 imprimió su Biblia de 42 renglones en una imprenta de tipos movibles. El invento de Gutenberg se puso en práctica en toda Europa de forma eficaz e inmediata. En el año 1500 se imprimían ya miles de ejemplares de centenares de libros (los llamados “incunables”).

Las primeras revistas científicas aparecieron en 1665, cuando, casualmente, empezaron a publicarse dos revistas diferentes: la Journal des Sçavans en Francia y las Philosophical Transactions of the Royal Society of London en Inglaterra; desde entonces, las revistas han servido de medio principal de comunicación en las ciencias. En la actualidad se publican unas 70 000 revistas científicas y técnicas en todo el mundo (King y otros, 1981).

La historia del IMRYD

Las primeras revistas publicaban artículos que llamamos “descriptivos”. De forma típica, un científico informaba: “primero vi esto y luego vi aquello”, o bien: “primero hice esto y luego hice aquello”. A menudo, las observaciones guardaban un simple orden cronológico.

Este estilo descriptivo resultaba apropiado para la clase de ciencia sobre la que se escribía. De hecho, ese estilo directo de informar se emplea aún hoy en las revistas a base de “cartas”, en los informes médicos sobre casos, en los levantamientos geológicos, etc.

Hacia la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia empezaba a moverse de prisa y de formas cada vez más complicadas. Especialmente gracias a la

labor de Louis Pasteur que confirmó la teoría microbiana de las enfermedades y elaboró métodos de cultivos puros para estudiar microorganismos, tanto la ciencia como la información sobre la ciencia hicieron grandes adelantos.

En esa época, la metodología se hizo sumamente importante. Para acallar a sus críticos, muchos de los cuales eran fanáticos creyentes en la teoría de la generación espontánea, Pasteur consideró necesario describir sus experimentos con exquisito detalle. Como los colegas razonablemente responsables de Pasteur pudieron reproducir sus experimentos, el principio de la reproducibilidad de los experimentos se convirtió en dogma fundamental de la filosofía de la ciencia, y una sección separada de métodos condujo al formato IMRYD, sumamente estructurado.

Como he estado en contacto con la microbiología durante muchos años, es posible que exagere la importancia de esta rama científica. No obstante, creo sinceramente que la conquista de las enfermedades infecciosas ha sido el mayor avance en la historia de la ciencia. Creo también que una breve recapitulación de esa historia puede ayudar a entender mejor la ciencia y la comunicación de la ciencia. Aun los que creen que la energía atómica, o la biología molecular, son el “mayor avance” apreciarán el paradigma de la ciencia moderna que ofrece la historia de las enfermedades infecciosas.

Los trabajos de Pasteur fueron seguidos, en los primeros años del presente siglo, por los de Paul Ehrlich y, en los años treinta, por los de Gerhard Domagh (sulfonamidas). La segunda guerra mundial impulsó el descubrimiento de la penicilina (descrita por primera vez por Alexander Fleming en 1929). Se informó sobre la estreptomicina en 1944 y, poco después de la segunda guerra mundial, la busca alocada pero espléndida de “medicamentos milagrosos” produjo las tetraciclinas y docenas de otros antibióticos eficaces. De esta forma, dichos acontecimientos permitieron avasallar los azotes de la tuberculosis, la septicemia, la difteria, la peste, la tifoidea y (mediante la vacuna) la viruela y la poliomielitis.

Mientras esos milagros brotaban de nuestros laboratorios de investigación médica después de la segunda guerra mundial, era lógico que las inversiones de los Estados Unidos en investigación aumentasen grandemente. Este estímulo positivo para apoyar a la ciencia fue acompañado pronto (1957) de un factor negativo, cuando los rusos pusieron en órbita el Sputnik I. En los años que siguieron, ya fuera con la esperanza de conseguir más “milagros” o por temor a los rusos, el Gobierno federal siguió destinando miles de millones de dólares a la investigación científica en los Estados Unidos.

El dinero produjo ciencia. Y la ciencia produjo artículos. Montañas de ellos. El resultado fue una enorme presión sobre las revistas existentes (y sobre muchas nuevas). Los directores de revistas científicas, aunque solo fuera en legítima defensa, comenzaron a exigir que los manuscritos estuvieran sucintamente escritos y bien estructurados. El espacio de las revistas se hizo demasiado precioso para desperdiciarlo en verbosidades o redundancias. El formato IMRYD, que había estado haciendo lentos progresos desde finales del siglo XIX, se hizo de utilización casi universal en las revistas de investigación. Algunos directores lo adoptaron porque se convencieron de que era la forma más sencilla y lógica de comunicar los resultados de la investigación. Otros, no convencidos quizá por esta lógica simplista, se uncieron sin embargo al carro de los vencedores porque la rigidez de dicha estructura ahorraba realmente espacio (y gastos) a las revistas y facilitaba las cosas a los directores y árbitros (llamados también revisores), al “hacer un índice” de las principales partes del manuscrito.

La lógica del IMRYD puede definirse mediante una serie de preguntas: ¿Qué cuestión (problema) se estudió? La respuesta es la Introducción. ¿Cómo se estudió el problema? La respuesta son los Métodos. ¿Cuáles fueron los resultados o hallazgos? La respuesta son los Resultados. ¿Qué significan esos resultados? La respuesta es la Discusión.

Ahora nos parece evidente que la lógica sencilla del IMRYD ayuda realmente al autor a organizar y escribir su texto, y que ofrece una especie de mapa de carreteras claro para guiar a los directores, árbitros y, finalmente, lectores en la lectura del artículo.

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